Jaime Sabines, aparece completamente discordante y ajeno a mi época. Cuando él nació, yo no existía ni en planes, cuando murió, yo no existía en conciencia, y me vine a encontrar por primera vez con él, un día cualquiera a los 16 años, cuando mi padre me prestó “espero curarme de ti” -poema que de mi memoria jamás ha salido-, y al leerlo, me enamoré de su forma de escribir. Recuerdo me fascinaba la idea de leer poesía que no rimara, su prosa me pareció sencillamente exquisita.
Hace ya más de diez años que el mundo sigue sin Sabines, y hoy los colores de su poesía siguen vivos en música, en versos que intentos de poetas locos como yo escribimos, en niñas chiapanecas que recitan “los amorosos” al pie de su tumba, en el aire y sabor de buenos versos y en estas letras que con alevosía y sin merito me dispuse a escribirle.
Sabines y su poesía son simplemente para mí, inspiración y refugio fundados en un paralelismo práctico y enigmático. Son parte de mi locura y de mis sueños. Son dos amigos invisibles, ocultos en los ecos de mis alegrías y desazones.
Octavio Paz escribió una vez:
“Jaime Sabines es uno de los mejores poetas contemporáneos de nuestra lengua. Muy pronto, desde su primer libro, encontró su voz. Una voz inconfundible, un poco ronca y áspera, piedra rodada y verdinegra, veteada por esas líneas sinuosas y profundas que trazan en los peñascos el rayo y el temporal. Mapas pasionales, signos de los cuatro elementos, jeroglíficos de la sangre, la bilis, el semen, el sudor, las lágrimas y los otros líquidos y sustancias con que el hombre dibuja su muerte -o con la que la muerte dibuja nuestra imagen de hombres.”
