Bien muerto, como maniquí.
En una de tantas pequeñas batallas en que
pretendía domar una ola
el mar terminó por matarlo.
Era un John, Peter, o quizá un Robert.
Johnson, Edwards, a lo mejor Harrison.
Y estuvo días enteros esperando
a que la atenta diplomacia mexicana
viniera a hacer algo con su cuerpo.
De vez en cuando, un perro pasaba a olfatearlo
y las moscas encontraron en él un hogar
maravilloso.
Los gringos también se pudren.